jueves, 11 de abril de 2013

Sublimancia


El traidor de Barreta tenía que morir, no podía ser que dejara pasar aquella infamia delante de las narices de todos los del trabajo, después de todo lo que había hecho por él. Por eso era conveniente planearlo con tiempo, dedicarle unas horas exhaustivamente en cada momento de esparcimiento, mientras caminaba hacia el trabajo, en el colectivo, un rato en el subte o cuando se relajaba en la cocina, para imaginarlo tendido en el suelo lleno de sangre pidiendo perdón. Así fue que un domingo cualquiera y lleno de ira, poco después de enterrar sin piedad el cuchillo de un estacazo, Gonzales quedo paralizado frente a un cuerpo inerte sintiendo un alivio inconmensurable. Luego, como si el tiempo dejara de transcurrir se perdió en las consecuencias, en los ojos rojos y llenos de lagrimas de su Mariana, en los días eternos de juzgados y comisarias que le haría pasar con los chicos, en las noches de silencio absoluto sobrevolando la casa, a excepción del tanque del inodoro goteando obsesivamente a contrapunto con el bip del teléfono y el reloj del living. Ese pesado síntoma se esparcía por todo su torrente sanguíneo, la pesadez del tiempo, la delicada sensación de perder toda la fuerza sin siquiera haberla perdido como liberándolo de todo y condenando su alma al mismo tiempo, casi llegando al punto de desvanecerse, preguntándose las razones, analizando cada instante compulsivamente hasta llegar de nuevo al mismo momento en que había decidido enterrar de un estacazo aquel viejo y afilado cuchillo. Ese viaje no fue en vano pues era necesario hacerlo de cierta manera, sin dejar librado ningún detalle para que finalmente pudiera, ahora sí, disfrutar mejor el festín de cocinar punto medio en la parrilla del fondo ese lechón a las brasas ensartado por el hierro de lado a lado, con tal de no privarse de seguir imaginando y sin consecuencia mucho más grave que una leve indigestión. 

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